Cuando uno llega a Granada y escucha flamenco por primera vez, suele fijarse en la voz, en la guitarra o en el compás. Casi nadie se pregunta por las palabras. Por el lenguaje que sostiene ese cante. Sin embargo, basta con caminar despacio por esta ciudad y escuchar con atención para darse cuenta de que el flamenco también vive en la forma de hablar, en expresiones cotidianas que arrastran siglos de memoria.
El caló, la lengua del pueblo gitano, no nace como un adorno ni como una jerga pintoresca. Nace como una herramienta de supervivencia. Durante generaciones, ser gitano en Andalucía significó persecución, leyes de expulsión, cárcel y marginación. En ese contexto, la lengua no era solo comunicación: era refugio, identidad y reconocimiento entre iguales. Lejos de ser un argot delincuencial, el caló es una lengua con estructura, con vocabulario propio, capaz de nombrar la vida cotidiana, el trabajo, la comida, la fe, el amor y también el dolor.
En Andalucía, y de manera muy clara en Granada, esa lengua no se quedó aislada. Se mezcló con el habla popular, se filtró en el castellano andaluz y terminó formando parte de la manera de expresarse de mucha gente que nunca se ha planteado de dónde vienen ciertas palabras. Esa mezcla es clave para entender el flamenco como identidad andaluza. Porque el flamenco no surge en los escenarios ni en los teatros, sino en reuniones familiares, en patios, en cuevas, en noches largas donde la palabra importa tanto como el sonido.
Muchas letras flamencas están construidas desde una forma de hablar directa, sin adornos, pero profundamente poética. Una manera de decir las cosas que no busca belleza, pero la encuentra. El caló aporta al flamenco no solo vocabulario, sino una mirada. Una forma de contar la vida desde los márgenes, desde quien ha tenido que aprender a resistir. Por eso el flamenco no se explica solo desde la música: se explica desde el lenguaje y desde la memoria histórica andaluza.
Granada es un lugar clave para entender todo esto. Es una ciudad donde las lenguas se han rozado durante siglos: árabe, castellano, caló, hablas populares. Aquí nada es puro, y precisamente por eso todo tiene profundidad. En barrios como el Sacromonte o el Albaicín, la forma de hablar siempre ha sido un marcador de identidad. No se decía lo mismo dentro que fuera. No se hablaba igual entre los tuyos que frente al poder. De ahí nacen códigos, silencios compartidos y expresiones que no necesitan explicación.
El flamenco en Granada hereda esa manera de decir sin decir del todo. Letras cortas que contienen una vida entera. Palabras que pesan más por lo que callan que por lo que cuentan. Entender esto cambia por completo la forma de escuchar un cante. Ya no suena solo a música, suena a historia viva.
Andalucía no canta igual en todas partes porque tampoco habla igual. En Jerez el flamenco tiene una cadencia distinta, en Sevilla otro aire, y en Granada el lenguaje se vuelve más contenido, más hondo, más cargado de silencios. Eso no es casualidad. Cada ciudad ha vivido la historia de forma distinta y el lenguaje, como el flamenco, lo refleja. Donde hubo más convivencia, más persecución o más encierro, la palabra se volvió más simbólica.
Muchas veces, cuando camino Granada con viajeros y hablamos de flamenco, hay un momento en el que todo encaja. Suele ocurrir cuando entienden que estas palabras no están en los libros, pero sí en la calle. Que no todo lo importante se escribe. Hay cosas que solo se transmiten si alguien te las cuenta. Ahí el flamenco deja de ser algo que se mira y pasa a ser algo que se comprende.
El caló y el flamenco son dos formas distintas de hacer lo mismo: no desaparecer. Uno se habla, el otro se canta. Pero ambos sirven para abrir la misma puerta, la de la memoria de un pueblo que no tuvo otra manera de dejar rastro. Andalucía no se entiende solo leyendo su historia; hay que escucharla. Escuchar cómo se nombra la vida cuando no hay sitio para adornos.
Eso es lo que intento transmitir cuando camino Granada con gente: que el flamenco no es solo música, es lenguaje, es identidad y es resistencia cultural. Y cuando se entiende así, ya no se escucha igual nunca más.


