¿Y si el flamenco y el trovo no fueran dos músicas distintas, sino dos maneras de no quedarse callado?
Eso es lo primero que siempre me viene a la cabeza cuando explico estas cosas. Porque cuando uno escucha hablar del trovo, muchos piensan que es algo menor, algo rural, algo que va por otro lado. Y sin embargo, cuanto más lo miras de cerca, más claro se ve: el trovo y el flamenco nacen del mismo sitio emocional.
Los dos surgen en una Andalucía donde no todo el mundo tenía derecho a escribir su historia. Donde la gente hablaba, cantaba, improvisaba, porque era la única forma de dejar huella. El trovo es poesía hecha en el momento, sin papel, sin ensayo, sin red. Igual que el flamenco cuando todavía no era escenario ni foco, sino reunión, noche larga y palabra compartida.
El trovo aparece en cortijos, en eras, en minas, en fiestas que no tenían hora de acabar. Dos personas frente a frente, improvisando versos, midiéndose, provocándose. No para humillarse, sino para sostenerse. Porque quien no tenía palabras se quedaba fuera. Y quien no tenía verdad, también.
Eso mismo pasa en el flamenco. En un mano a mano, en una reunión, en una juerga de las de antes, el que no tiene cuerpo, se cae. Aquí no vale aparentar. Aquí se canta para aguantar.
Cuando miras Granada con estos ojos, todo encaja. La Alpujarra por un lado, el Sacromonte por otro. Territorios distintos, pero atravesados por lo mismo: expulsiones, trabajos duros, pobreza, silencio impuesto. En uno se improvisa poesía cantada. En otro se canta el dolor con quejío. Pero la función es idéntica: convertir la tensión en algo compartido.
Por eso el trovo conserva esa música antigua, con giros que recuerdan a lo árabe, a lo andalusí. Y por eso el flamenco también arrastra ecos que no se pueden explicar solo desde lo moderno. No es casualidad. Es memoria que no se ha ido del todo.
En Andalucía, cada tierra canta distinto, pero no canta cosas tan diferentes. Jerez tiene su compás, Granada su profundidad, la Alpujarra su palabra afilada. Cambia la forma, no el fondo. Todos están diciendo lo mismo: aquí estamos, aquí seguimos.
Muchas veces, cuando voy con viajeros, noto que algo cambia cuando entienden esto. Recuerdo a una mujer que me preguntó por qué el flamenco parecía tan intenso, tan casi violento. No le hablé de técnica ni de estilos. Le hablé del trovo. De dos hombres improvisando versos toda la noche, con vino en medio, soltando lo que no podían decir de otra manera.
Le dije que esto no nació para entretener, sino para no romperse por dentro.
Ahí entendió Granada. Y entendió el flamenco.
Porque al final, el trovo y el flamenco son como dos caminos que salen de la misma sierra. Cada uno baja por su lado, pero cuando llueve fuerte, suenan igual. Y cuando la vida aprieta, el pueblo no escribe libros: canta.
Eso es lo que intento transmitir cuando camino Granada con gente. No solo lo que se ve, sino lo que se ha cantado cuando nadie escuchaba. Y cuando lo entienden, ya no oyen el flamenco igual nunca más.
Si algún día vienes, lo caminamos juntos, omparé. Y verás cómo esta tierra canta incluso cuando parece callada.


